11º domingo del Tiempo ordinario – B.
Evangelio
26 Y
decía:
—El Reino de Dios viene a ser como un
hombre que echa la semilla sobre la tierra, 27 y, duerma o vele
noche y día, la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo. 28 Porque
la tierra produce fruto ella sola: primero hierba, después espiga y por fin
trigo maduro en la espiga. 29 Y en cuanto está a punto el fruto,
enseguida mete la hoz, porque ha llegado la siega.
30 Y
decía:
—¿A qué se parecerá el Reino de Dios?,
o ¿con qué parábola lo compararemos? 31 Es como un grano de mostaza
que, cuando se siembra en la tierra, es la más pequeña de todas las semillas
que hay en la tierra; 32 pero, una vez sembrado, crece y llega a
hacerse mayor que todas las hortalizas, y echa ramas grandes, hasta el punto de
que los pájaros del cielo pueden anidar bajo su sombra.
33 Y
con muchas parábolas semejantes les anunciaba la palabra, conforme a lo que
podían entender; 34 y no les solía hablar nada sin parábolas. Pero a
solas, les explicaba todo a sus discípulos.
La sencillez de las parábolas de la semilla y del grano de mostaza
podría velarnos su trasfondo. Contienen la idea de crecimiento, con diversas
posibilidades de aplicación: la de la semilla habla de la eficacia intrínseca
del Reino y de su desarrollo progresivo (v. 27); la del grano de mostaza, de la
desproporción entre el origen, cuando es la más pequeña de las semillas (v.
31), y el final, cuando es como un árbol grandioso (v. 32). La semilla es
fecunda, pero necesita que nosotros seamos la buena tierra que la acoge;
después, vendrá el fruto de la virtud: «Cuando concebimos buenos deseos,
echamos las semilla en la tierra; cuando comenzamos a obrar bien, somos hierba,
y cuando, progresando en el buen obrar, crecemos, llegamos a espigas, y cuando
ya estamos firmes en obrar el bien con perfección, ya llevamos en la espiga el
grano maduro» (S. Gregorio Magno, Homiliae
in Ezechielem 2,3,5).
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