18º domingo del Tiempo
ordinario – B. 1ª lectura
2 La
comunidad de los hijos de Israel murmuraba contra Moisés y contra Aarón en el
desierto. 3 Los hijos de Israel les decían:
—¿Quién nos hubiera
dado morir a manos del Señor en el país de Egipto, cuando nos sentábamos junto
a la olla de carne y comíamos pan hasta saciarnos? Porque vosotros nos habéis
sacado a este desierto para matar de hambre a toda esta asamblea.
4 El
Señor dijo a Moisés:
—He aquí que voy a
hacer llover para vosotros pan desde el cielo; el pueblo saldrá a recoger cada
día la porción cotidiana; así les pondré a prueba y veré si se comporta según
mi ley o no.
12 —He
escuchado las murmuraciones de los hijos de Israel. Diles: «Al atardecer
comeréis carne y por la mañana os saciaréis de pan. Así conoceréis que yo soy
el Señor, vuestro Dios».
13 Aquella
tarde, en efecto, subieron las codornices y cubrieron el campamento; y por la
mañana, hubo una capa de rocío alrededor del campamento. 14 Al
evaporarse la capa de rocío quedó sobre la superficie del desierto una cosa
blanca delgada, como escarcha sobre la tierra. 15 Al verlo los hijos
de Israel se dijeron entre sí:
—¿Man-hu? (que
significa: «¿Qué es esto?»)
Pues no sabían lo que
era. Moisés les dijo:
—Esto es el pan que el
Señor os da como alimento.
La protesta de los israelitas que suele preceder a los
prodigios del desierto (cfr 14,11; 15,24; 17,3; Nm 11,1.4; 14,2; 20,2; 21,4-5)
pone de relieve la falta de fe y de esperanza del pueblo elegido, y, en
contraste, subraya la fidelidad de Dios que, una y otra vez, socorre sus necesidades
aun sin merecerlo. Por otra parte, así como Moisés y Aarón escuchan pacientemente
las murmuraciones, del mismo modo Dios siempre está dispuesto a mantener un
diálogo con el hombre que peca, unas veces atendiendo sus quejas, otras
ofreciéndole la oportunidad de convertirse: «Aunque Dios podría infligir el
castigo a los que condena sin decir nada, no lo hace; al contrario, hasta
cuando condena, habla con el culpable y le hace hablar, como medio para
evitar la condenación» (Orígenes, Homiliae
in Ieremiam 1,1).
El maná y las codornices son para el pueblo no sólo
alivio para el hambre, sino, sobre todo, una señal de la presencia divina en un
triple sentido: el Señor que los sacó de Egipto no los abandona; Él manifiesta la
majestad de su gloria dominando sobre las criaturas (cf. Ex 16,7); no los ha
sacado para hacerlos morir, sino para que sigan viviendo a pesar de las
dificultades.
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