30 Salieron
de allí y atravesaron Galilea. Y no quería que nadie lo supiese, 31 porque
iba instruyendo a sus discípulos. Y les decía:
—El Hijo del Hombre va a ser entregado
en manos de los hombres, y lo matarán, y después de muerto resucitará a los
tres días.
32 Pero
ellos no entendían sus palabras y temían preguntarle.
33 Y
llegaron a Cafarnaún. Estando ya en casa, les preguntó:
—¿De qué hablabais por el camino?
34 Pero
ellos callaban, porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién sería
el mayor. 35 Entonces se sentó y, llamando a los doce, les dijo:
—Si alguno quiere ser el primero, que
se haga el último de todos y servidor de todos.
36 Y
acercó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:
37 —El
que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me
recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado.
Desde la confesión de Pedro (8,31) hasta la llegada a Jerusalén
(10,52), Jesús busca la soledad (v. 30) para preparar a sus discípulos y para
instruirles acerca de lo que iba a suceder en Jerusalén. El evangelio muestra
la dificultad de los discípulos para entenderle (v. 32), como mostrará después
que, a la hora de la verdad, le dejaron solo (14,50.71). Y es que únicamente
con la gracia es posible entender estas verdades: «Esto que decía estaba de
acuerdo con las predicciones de los profetas, que habían anunciado de antemano
el final que debía tener en Jerusalén. (...) Predecían también el motivo por el
cual el Verbo de Dios, por lo demás impasible, quiso sufrir la pasión: porque
era el único modo como podía ser salvado el hombre. Cosas, todas éstas, que sólo
las conoce Él y aquellos a quienes las revela» (S. Anastasio de Antioquía, Sermones 4,1).
Se recoge a continuación (vv. 33-50) un conjunto de enseñanzas de
Jesús que se refieren principalmente a lo que debe ser la vida de la Iglesia. El primer
grupo de exhortaciones (vv. 33-41) relata dos episodios en los que el Señor
indica las actitudes que debemos vivir los cristianos. El primero nace en una
discusión mantenida a espaldas de Jesucristo. El Señor adoctrina a los
discípulos sobre el modo de ejercer la autoridad en la Iglesia (vv. 33-35): no
como quien domina, sino como quien sirve. Él, que es Cabeza y Legislador
supremo, vino a servir y no a ser servido (10,45). Quien no busca esta actitud
de servicio abnegado, además de carecer de una de las mejores disposiciones
para el recto ejercicio de la autoridad, se expone a ser arrastrado por la
ambición del poder, por la soberbia y por la tiranía: «Hacer cabeza en una obra
de apostolado es tanto como estar dispuesto a sufrirlo todo, de todos, con
infinita caridad» (S. Josemaría Escrivá, Camino,
n. 951). Después, a propósito del que expulsaba demonios en nombre de Cristo,
el Señor les enseña a tener amplitud de miras en el crecimiento del Reino de
Dios (vv. 38-40) y les previene —a ellos y a nosotros— contra el exclusivismo y
el espíritu de partido único.
Ambos episodios finalizan (vv. 36-37.41) con una novedosa doctrina que
Jesucristo predicó en otras muchas ocasiones (cfr Mt 25,40.45): los cristianos
debemos reconocerle en el necesitado, o sea, en un niño que nada puede por sí
mismo (vv. 36-37), o en el discípulo que se ha desprendido de todo para seguir
el ejemplo de su Maestro (v. 41). No importa cuánto se ofrezca, pero sí importa
el amor con que se haga: «¿Ves ese vaso de agua o ese trozo de pan que una mano
caritativa da a un pobre por amor de Dios? Poca cosa es en realidad y casi no
estimable al juicio humano; pero Dios lo recompensa y concede inmediatamente
por ello aumento de caridad» (S. Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios 3,2).
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