24º domingo del Tiempo ordinario – B.
1ª lectura
5
El Señor Dios me ha abierto el oído,
yo no me he rebelado, no me he echado atrás.
6
He ofrecido mi espalda a los que me golpeaban,
y mis mejillas a quienes me arrancaban la barba.
No he ocultado mi rostro
a las afrentas y salivazos.
7
El Señor Dios me sostiene,
por eso no me siento avergonzado,
por eso he endurecido mi rostro como el pedernal
y sé que no quedaré avergonzado;
8
Cerca está el que me justifica,
¿quien litigará conmigo? Comparezcamos juntos.
¿Quién es mi adversario? Que se acerque a mí.
9
Mirad: el Señor Dios me sostiene,
¿quién podrá condenarme?
Este pasaje constituye el núcleo
central del tercer «Canto del Siervo». El poema está bien construido en tres
estrofas que comienzan del mismo modo: «El Señor Dios» (vv. 4.5.7), y con una
conclusión (v. 9), que también contiene la misma fórmula. La primera estrofa
(v. 4) subraya la docilidad del siervo a la palabra del Señor; es decir, no es
presentado como un maestro autodidacta y original sino como un discípulo
obediente. La segunda (vv. 5-6) señala los sufrimientos que esa docilidad le ha
acarreado y que el siervo ha aceptado sin rechistar. La tercera (vv. 7-8) destaca
la fortaleza del siervo: si sufre en silencio no es por cobardía, sino porque
Dios le ayuda y le hace más fuerte que sus verdugos. La conclusión (v. 9) tiene
carácter procesal: en el desenlace definitivo sólo el siervo permanecerá,
mientras que sus adversarios se desvanecen.
Los evangelistas vieron cumplidas en
Jesucristo las palabras de este canto, especialmente en lo que se refiere al
valor del sufrimiento y a la fortaleza callada del siervo. En concreto, el Evangelio de Juan pone en boca de Nicodemo
el reconocimiento de la sabiduría de Jesús: «Rabbí, sabemos que has venido de
parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los prodigios que tú haces
si Dios no está con él» (Jn 3,2b). Pero, sobre todo, la descripción de los
sufrimientos que ha afrontado el siervo resuena en el corazón de los primeros
cristianos al meditar la Pasión
de Jesús y recordar que «comenzaron a escupirle en la cara y a darle bofetadas»
(Mt 26,67), y que más adelante los soldados romanos «le escupían, y le quitaban
la caña y le golpeaban en la cabeza» (Mt 27,30; cfr también Mc 15,19; Jn 19,3).
San Pablo hace alusión al v. 9, al aplicar a Cristo Jesús la función de
interceder por los elegidos en el pleito permanente con los enemigos del alma:
¿quién puede pretender vencer en una causa contra Dios? (cfr Rm 8,33).
San Jerónimo, subrayando la docilidad
del discípulo, ve cumplidas en Cristo estas palabras: «Esa disciplina y estudio
le abrieron sus oídos para transmitirnos la ciencia del Padre. Él no le
contradijo sino que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz, de
forma que puso su cuerpo, sus espaldas, a los golpes; y los latigazos hirieron
ese divino pecho y sus mejillas no se apartaron de las bofetadas» (Commentarii in Isaiam 50,4).
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