27º domingo del Tiempo ordinario – B.
1ª lectura
18 Entonces
dijo el Señor Dios:
—No es bueno que el hombre esté solo;
voy a hacerle una ayuda adecuada para él.
19 El
Señor Dios formó de la tierra todos los animales del campo y todas las aves del
cielo, y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, de modo que cada
ser vivo tuviera el nombre que él le hubiera impuesto. 20 Y el
hombre puso nombre a todos los ganados, a las aves del cielo y a todas las
fieras del campo; pero para él no encontró una ayuda adecuada. 21 Entonces
el Señor Dios infundió un profundo sueño al hombre y éste se durmió; tomó luego
una de sus costillas y cerró el hueco con carne. 22 Y el Señor Dios,
de la costilla que había tomado del hombre, formó una mujer y la presentó al
hombre.
23 Entonces
dijo el hombre:
—Ésta sí es hueso de mis huesos,
y carne de mi carne.
Se la llamará mujer,
porque del varón fue hecha.
24 Por
eso, dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán una
sola carne.
Dios sigue buscando el bien del hombre
que ha creado. El hagiógrafo lo expresa, de forma antropomórfica, presentando a
Dios como a un alfarero que se da cuenta de que su obra ha de ser perfeccionada.
Todavía no está concluida la creación del ser humano: le falta poder vivir en
profunda y completa unión con otro ser humano. En los animales, creados también
por Dios, el hombre no encuentra compañía apropiada, de su mismo rango, por lo
que Dios crea a la mujer del mismo cuerpo del hombre. Entonces sí que existe la
posibilidad de comunicación personal para el ser humano. La creación de la
mujer refleja, por tanto, la culminación del amor de Dios hacia el ser humano
tal como lo creó.
Por otra parte, en este pasaje se nos
revela la misma interioridad del hombre capaz de darse cuenta de su soledad.
Aunque aquí esa soledad aparece como una posibilidad y un temor, más que como
una situación real, se está indicando que es desde la conciencia de la propia
soledad desde donde el hombre puede apreciar como un bien la comunión con los
demás.
Los animales son creados de la tierra,
como el hombre, pero de ellos no se dice que Dios les infunda un soplo de vida
(cfr. Gn 2,7). Este soplo pertenece únicamente al hombre que se diferencia así
esencialmente de los animales: el hombre tiene una forma de vida que le viene
directamente de Dios, es decir, está animado por un principio espiritual que le
capacita para ser el interlocutor de Dios y para tener verdadera comunión con
otros hombres. Es lo que llamamos el alma o el espíritu. Por ello el hombre se
asemeja a Dios más que a los animales, aunque el cuerpo humano haya sido
formado de la tierra y pertenezca a ella como el del animal.
«La unidad del alma y del cuerpo es
tan profunda que se debe considerar el alma como la “forma” del cuerpo (cfr
Conc. de Vienne, Fidei catholicae);
es decir, gracias al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es un
cuerpo humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la materia no son dos
naturalezas unidas, sino que su unión constituye una única naturaleza» (Catecismo de la Iglesia Católica ,
n. 365).
El sueño del v. 21 es como un reflejo
de la muerte, como si Dios suspendiese la vida que ha infundido al hombre, para
remodelarlo de nuevo y que comience a vivir a continuación de otra forma:
siendo dos, varón y mujer, y no ya uno sólo. La manera de narrar la creación de
la mujer, a partir de una costilla de Adán, quiere enseñar, en contraste con la
mentalidad de su tiempo, que el varón y la mujer son de la misma naturaleza y
tienen la misma dignidad, pues ambos proceden del mismo barro que Dios modeló y
convirtió en un ser vivo. Por otra parte, la Biblia explica también así la atracción mutua que
sienten el varón y la mujer.
Cuando el hombre —ahora en sentido de
varón— reconoce a la mujer como persona igual que él, de su misma naturaleza,
descubre en ella la «ayuda adecuada» que Dios quería darle. Ahora sí está
completa la creación del ser humano. Éste «se convierte en imagen de Dios no
tanto en el momento de la soledad, cuanto en el momento de la comunión» (Juan
Pablo II, Audiencia general,
14.XI.1979).
La exclamación del primer hombre ante
la primera mujer refleja la capacidad de ambos de unirse íntimamente en
matrimonio. La actitud del hombre que aquí aparece respecto de la mujer es la
propia del marido hacia la esposa. Éste, en efecto, «ve en la esposa la
realización del designio divino “No es bueno que el hombre esté solo. Voy a
hacerle una ayuda adecuada”, y hace suya la exclamación de Adán, el primer
esposo: “Ésta sí que es hueso de mis huesos...” El auténtico amor conyugal
supone y exige que el hombre tenga profundo respeto por la igual dignidad de la
mujer: “No eres su amo, escribe San Ambrosio (Hexaemeron 5,7,19), sino su marido; no te ha sido dada como
esclava, sino como esposa. (...) Devuélvele sus atenciones hacia ti y sé para
con ella agradecido por su amor”» (Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 25).
Las palabras del v. 24 son un
comentario del autor inspirado que, tras narrar la creación de la mujer,
presenta la institución matrimonial como establecida por Dios en el origen
mismo del ser humano. En efecto, como explica Juan Pablo II, la «comunión
conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre
y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de
compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por eso, tal
comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana» (Familiaris consortio, n. 19).
Varón y mujer, al unirse en
matrimonio, forman una nueva familia. Las primeras traducciones que se hicieron
de la Biblia ,
al griego y al arameo, ya interpretaban el sentido del pasaje al decir «serán los dos una sola carne», indicando así
que el matrimonio querido por Dios era el matrimonio monogámico. Jesús apeló
también a este pasaje sobre el principio para enseñar la indisolubilidad de la
unión matrimonial, aduciendo que «lo que Dios ha unido no lo separe el hombre»
(Mt 19,5 y par.). Así lo enseña también la Iglesia : «Fundada por el Creador y en posesión de
sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor está establecida
sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e
irrevocable. Así, del acto humano, por el cual los esposos se dan y se reciben
mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley
divina. Este vínculo sagrado, en atención al bien, tanto de los esposos y de la
prole, como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues el mismo
Dios es el autor del matrimonio, al que ha dotado con bienes y fines varios»
(Conc. Vaticano II, Gaudium et spes,
n. 48).
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