Pentecostés. 1ª lectura
1 Al
cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en un mismo lugar. 2
Y de repente sobrevino del cielo un ruido, como de un viento que irrumpe
impetuosamente, y llenó toda la casa en la que se hallaban. 3 Entonces
se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que se dividían y se posaban
sobre cada uno de ellos. 4 Quedaron todos llenos del Espíritu Santo
y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les hacía expresarse.
5 Habitaban
en Jerusalén judíos, hombres piadosos venidos de todas las naciones que hay
bajo el cielo. 6 Al producirse aquel ruido se reunió la multitud y
quedó perpleja, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua. 7 Estaban
asombrados y se admiraban diciendo:
—¿Es que no son galileos todos éstos
que están hablando? 8 ¿Cómo es, pues, que nosotros les oímos cada
uno en nuestra propia lengua materna?
9 »Partos,
medos, elamitas, habitantes de Mesopotamia, de Judea y Capadocia, del Ponto y
Asia, 10 de Frigia y Panfilia, de Egipto y la parte de Libia próxima
a Cirene, forasteros romanos, 11 así como judíos y prosélitos,
cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestras propias lenguas las grandezas
de Dios.
Pentecostés significa, en el libro de los Hechos, el comienzo de la andadura de la Iglesia : animada por el
Espíritu Santo, constituye el nuevo Pueblo de Dios que comienza a proclamar el
Evangelio a todas las naciones y a convocar a todos los llamados por Dios. La
efusión del Espíritu Santo tiene también para los Apóstoles un valor revelador;
más tarde, San Pedro verá en el descenso del Espíritu Santo sobre Cornelio y su
familia (10,44-48; 11,15-17) una señal clara de la llamada a los gentiles sin
pasar por la circuncisión.
El relato de la venida del Espíritu Santo está lleno de simbolismos.
Pentecostés era una de las tres grandes fiestas judías: se celebraba cincuenta
días después de la Pascua
y muchos israelitas peregrinaban ese día a la Ciudad Santa. Su
origen era festejar el final de la cosecha de cereales y dar gracias a Dios por
ella, junto con el ofrecimiento de las primicias. Después se añadió el motivo
de conmemorar la promulgación de la
Ley dada por Dios a Moisés en el Sinaí. El ruido, como de
viento, y el fuego (vv. 2-3) evocan precisamente la manifestación de Dios en el
monte Sinaí (cfr Ex 19,16.18; Sal 29) cuando Dios, al darles la Ley , constituyó a Israel como
pueblo suyo. Ahora, con los mismos rasgos se manifiesta a su nuevo pueblo, la Iglesia : el viento
significa la novedad trascendente de su acción en la historia de los hombres
(cfr Catecismo de la Iglesia Católica ,
n. 691); el «fuego simboliza la energía transformadora de los actos del
Espíritu Santo» (ibidem, n. 696).
La enumeración de la procedencia de los que escuchaban a los
discípulos (vv. 5.9-11), y que todos entiendan la lengua hablada por los
Apóstoles (vv. 4.6.8.11), evocan, por contraste, la confusión de lenguas en
Babel (cfr Gn 11,1-9): «Sin duda, el Espíritu Santo actuaba ya en el mundo
antes de que Cristo fuera glorificado. Sin embargo, el día de Pentecostés vino
sobre los discípulos para permanecer con ellos para siempre; la Iglesia se manifestó
públicamente ante la multitud; se inició la difusión del Evangelio entre los
pueblos mediante la predicación; fue, por fin, prefigurada la unión de los
pueblos en la catolicidad de la fe, por la Iglesia de la Nueva Alianza que
habla en todas las lenguas, comprende y abraza en el amor a todas las lenguas,
superando así la dispersión de Babel» (Conc. Vaticano II, Ad gentes, n. 4). Más allá del significado que tuvo en su día, el
don del Espíritu Santo nos interpela también porque, en cada momento y en cada
lugar, tenemos que saber dar testimonio de Cristo: «Cada generación de
cristianos (...) necesita comprender y compartir las ansias de los otros
hombres, sus iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas, cómo deben corresponder a la acción del Espíritu
Santo, a la efusión permanente de las riquezas del Corazón divino. A nosotros,
los cristianos, nos corresponde anunciar en estos días, a ese mundo del que
somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio» (S.
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa,
n. 132).
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