4 El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo
para saber alentar al abatido con palabra que incita.
Por la mañana, cada mañana, incita mi oído
a escuchar como los discípulos.
5 El Señor Dios me ha abierto el oído,
yo no me he rebelado, no me he echado atrás.
6 He ofrecido mi espalda a los que me golpeaban,
y mis mejillas a quienes me arrancaban la barba.
No he ocultado mi rostro
a las afrentas y salivazos.
7 El Señor Dios me sostiene,
por eso no me siento avergonzado,
por eso he endurecido mi rostro como el pedernal
y sé que no quedaré avergonzado.
Después
de que el segundo canto del siervo haya glosado la misión del siervo
(cfr Is 49,6), ahora el tercero reclama la atención para la propia
persona del siervo. El poema está bien construido en tres estrofas que
comienzan del mismo modo: «El Señor Dios» (vv. 4.5.7), y con una
conclusión (v. 9), que también contiene la misma fórmula. La primera
estrofa (v. 4) subraya la docilidad del siervo a la palabra del Señor;
es decir, no es presentado como un maestro autodidacta y original sino
como un discípulo obediente. La segunda (vv. 5-6) señala los
sufrimientos que esa docilidad le ha acarreado y que el siervo ha
aceptado sin rechistar. La tercera (vv. 7-8) destaca la fortaleza del
siervo: si sufre en silencio no es por cobardía, sino porque Dios le
ayuda y le hace más fuerte que sus verdugos. La conclusión (v. 9) tiene
carácter procesal: en el desenlace definitivo sólo el siervo
permanecerá, mientras que sus adversarios se desvanecen.
Los
evangelistas vieron cumplidas en Jesucristo las palabras de este canto,
especialmente en lo que se refiere al valor del sufrimiento y a la
fortaleza callada del siervo. En concreto, el Evangelio de Juan pone
en boca de Nicodemo el reconocimiento de la sabiduría de Jesús: «Rabbí,
sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede
hacer los prodigios que tú haces si Dios no está con él» (Jn 3,2b).
Pero, sobre todo, la descripción de los sufrimientos que ha afrontado el
siervo resuena en el corazón de los primeros cristianos al meditar la Pasión
de Jesús y recordar que «comenzaron a escupirle en la cara y a darle
bofetadas» (Mt 26,67), y que más adelante los soldados romanos «le
escupían, y le quitaban la caña y le golpeaban en la cabeza» (Mt 27,30;
cfr también Mc 15,19; Jn 19,3). San Pablo hace alusión al v. 9, al
aplicar a Cristo Jesús la función de interceder por los elegidos en el
pleito permanente con los enemigos del alma: ¿quién puede pretender
vencer en una causa contra Dios? (cfr Rm 8,33).
San
Jerónimo, subrayando la docilidad del discípulo, ve cumplidas en
Cristo estas palabras: «Esa disciplina y estudio le abrieron sus oídos
para transmitirnos la ciencia del Padre. Él no le contradijo sino que se
hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz, de forma que puso su
cuerpo, sus espaldas, a los golpes; y los latigazos hirieron ese divino
pecho y sus mejillas no se apartaron de las bofetadas» (Commentarii in Isaiam 50,4).
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